Genarín
Bruno Marcos
Yo defiendo que volvamos al paganismo y que nos limitemos a celebrar la llegada de la primavera, esto otro es una cosa muy rara. A la sensación agradable de poder salir a la calle sin frío y ver a la gente más contenta se le suma, con la semana santa, una fantasmagoría total con imágenes, sonidos, olores, escenificaciones y coreografías de todo tipo, que acaban por aturullar el entendimiento del viandante y por dejarle desorientado en medio de una gran sensación de irrealidad.
Aquí hay una antiprocesión, o contraprocesión, además de no sé cuantas cofradías que nacen de forma espontánea, aquí y allá, dándose el caso de que en una ocasión, estos últimos años, dos desfiles colisionaron y, ante la disputa por la preferencia, hubo tortas.
Esta antiprocesión discurre en la noche de jueves santo mientras -se supone- que Jesús meditaba si valía la pena morir o no por nosotros. Esta contraprocesión se llama El Genarín. Cada vez siento menos simpatía por Genarín y me veo más fascinado por la figura de Jesús.
Seguro que antes, cuando la religiosidad exacerbada condicionaba todo lo natural, congregarse uno cuantos tipos a cenar, beber, leer unos poemas y desfilar en una procesión esperpéntica dedicada a un borrachín de principios de siglo al que atropelló el primer camión de la basura que hubo en la ciudad mientras se aliviaba junto a la muralla, tendría su encanto de liberación y rebeldía, pero, hoy, no pasa de ser un avatar más con vocación de atracción turística.
Sinceramente creo que ahora sería mucho más raro encontrar a alguien que viva la semana santa con fervor religioso que con el júbilo festivo-turístico.
Era yo un adolescente anhelante de bohemias cuando fui por primera vez al Genarín. Al internarse la procesión de los borrachos en las callejas traseras de la catedral empezaron a volar botellas vacías que caían, al tuntún, entre cabezas espontáneamente indultadas por el azar. Al llegar a la muralla, flanqueado por sendas hileras de orinadores vislumbré a Calentín, a quien me abracé como iluminado con exceso, a partes iguales, de alcohol y lecturas del Valle de Luces de Bohemia, exclamando: “Esto es el esperpento”.
Ayer, como perros viejos, nos sentamos en el Cafetín a esperar oír el rurún de los oficiantes. Salimos a la puerta y allí estaban, dos con capa a la española y otros desastrados. La novedad estaba en unos cuantos muchachos con cámaras y micrófonos e incluso la claqueta cinematográfica. Uno de ellos, pertrechado como camarógrafo a poco estuvo de despeñarse desde la ventana del segundo piso del Cafetín. El hermano mayor de la extravagante cofradía inició el responso y, a las cuatro palabras, paró y empezó de nuevo porque los del vídeo no lo habían pillado. En eso sonó la claqueta a lo cual un hombre sesentón y un tanto congestionado gritó a mi lado: “Menos cine y más Genarín”. Me volví hacia él y complaciente le dije: “Eso, eso...”. No me contestó y siguió pasando de la congestión a la cólera: “Menos cine -repitió- y más Genarín”. A lo que añadí yo: “Además de verdad”. Y, como alentado por mi apoyo, cuando el hermano mayor pasó a nuestro lado contando los 30 pasos de la estrechísima Calle de la Sal en la cual vivió el mayor evangelista de este santo se arrimó a él y le gritó a la oreja: “Menos cine y más Genarín”. En ese momento el brazo armado de mis opiniones me empezó a dar miedo y me disolví. Desistimos de ir hasta la muralla a ver como el hermano escalador trepaba por ella para subir los reglamentarios orujo, naranjas, queso y corona de flores.
Yo defiendo que volvamos al paganismo y que nos limitemos a celebrar la llegada de la primavera, esto otro es una cosa muy rara. A la sensación agradable de poder salir a la calle sin frío y ver a la gente más contenta se le suma, con la semana santa, una fantasmagoría total con imágenes, sonidos, olores, escenificaciones y coreografías de todo tipo, que acaban por aturullar el entendimiento del viandante y por dejarle desorientado en medio de una gran sensación de irrealidad.
Aquí hay una antiprocesión, o contraprocesión, además de no sé cuantas cofradías que nacen de forma espontánea, aquí y allá, dándose el caso de que en una ocasión, estos últimos años, dos desfiles colisionaron y, ante la disputa por la preferencia, hubo tortas.
Esta antiprocesión discurre en la noche de jueves santo mientras -se supone- que Jesús meditaba si valía la pena morir o no por nosotros. Esta contraprocesión se llama El Genarín. Cada vez siento menos simpatía por Genarín y me veo más fascinado por la figura de Jesús.
Seguro que antes, cuando la religiosidad exacerbada condicionaba todo lo natural, congregarse uno cuantos tipos a cenar, beber, leer unos poemas y desfilar en una procesión esperpéntica dedicada a un borrachín de principios de siglo al que atropelló el primer camión de la basura que hubo en la ciudad mientras se aliviaba junto a la muralla, tendría su encanto de liberación y rebeldía, pero, hoy, no pasa de ser un avatar más con vocación de atracción turística.
Sinceramente creo que ahora sería mucho más raro encontrar a alguien que viva la semana santa con fervor religioso que con el júbilo festivo-turístico.
Era yo un adolescente anhelante de bohemias cuando fui por primera vez al Genarín. Al internarse la procesión de los borrachos en las callejas traseras de la catedral empezaron a volar botellas vacías que caían, al tuntún, entre cabezas espontáneamente indultadas por el azar. Al llegar a la muralla, flanqueado por sendas hileras de orinadores vislumbré a Calentín, a quien me abracé como iluminado con exceso, a partes iguales, de alcohol y lecturas del Valle de Luces de Bohemia, exclamando: “Esto es el esperpento”.
Ayer, como perros viejos, nos sentamos en el Cafetín a esperar oír el rurún de los oficiantes. Salimos a la puerta y allí estaban, dos con capa a la española y otros desastrados. La novedad estaba en unos cuantos muchachos con cámaras y micrófonos e incluso la claqueta cinematográfica. Uno de ellos, pertrechado como camarógrafo a poco estuvo de despeñarse desde la ventana del segundo piso del Cafetín. El hermano mayor de la extravagante cofradía inició el responso y, a las cuatro palabras, paró y empezó de nuevo porque los del vídeo no lo habían pillado. En eso sonó la claqueta a lo cual un hombre sesentón y un tanto congestionado gritó a mi lado: “Menos cine y más Genarín”. Me volví hacia él y complaciente le dije: “Eso, eso...”. No me contestó y siguió pasando de la congestión a la cólera: “Menos cine -repitió- y más Genarín”. A lo que añadí yo: “Además de verdad”. Y, como alentado por mi apoyo, cuando el hermano mayor pasó a nuestro lado contando los 30 pasos de la estrechísima Calle de la Sal en la cual vivió el mayor evangelista de este santo se arrimó a él y le gritó a la oreja: “Menos cine y más Genarín”. En ese momento el brazo armado de mis opiniones me empezó a dar miedo y me disolví. Desistimos de ir hasta la muralla a ver como el hermano escalador trepaba por ella para subir los reglamentarios orujo, naranjas, queso y corona de flores.
1 Comments:
En esa obra te tocó el papel de apuntador,veo que no se te da mal.Que Genarín te proteja de todo mal...Action|||
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